A MI MAESTRO JOSE FRANCISCO TORREALBA
Maestro
es aquel que conociendo el alma de su alumno, lo lleva hasta el umbral de su
esperanza.
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Perdonable es a los
hombres que carezcamos de talento, inexcusable el que desconozcamos el
agradecimiento. El talento es una bondad de la naturaleza que puede prodigarse
a capricho, el agradecimiento o la
ingratitud son manifestaciones afectivas cultivadas bajo nuestra entera responsabilidad.
Recordar a José Francisco Torrealba, es para
mí, el reconocimiento de una deuda. El me
estimulo permanentemente, desde mis años de estudiante hasta los de
profesional. Pudo equivocarse en cuanto
a adjudicarme un talento que no tengo, pero donde no se equivocó jamás fue en cuanto a ciertos principios que
me inculco y en la invariable gratitud que le
profeso.
La civilización occidental tiene dos grandes
fuentes principales de las cuales se ha nutrido: la religiosa y el pensamiento
grecorromano. En mi hogar tuve la oportunidad de acercarme a la primera, a el
doctor Torrealba le debo el haberme hecho conocer el valor y proyección de
la segunda. La primera puede alimentar
el espíritu y ha ayudado a domesticar al hombre
irracional, la segunda ha hecho posible el entendimiento y ha construido
al hombre histórico.
Cuándo en el año 1948 estudiaba bachillerato en
San Juan de Los Morros, y fue cuando le conocí; acostumbraba el sabio hacer un
paseo matinal por la carretera que conduce a Villa de Cura. Fueron en esas
mañanas inolvidables y durante esos paseos, qué me dispenso la honra de disfrutar de su vocación de maestro y de su
profundo contenido humano. En su boca oí
hablar por primera vez de Sócrates, Platón y Plutarco, Siempre me
insistía en la fuerza de inspiración que tienen "las vidas paralelas"
de este autor. De sus labios salieron las frases dónde con frecuencia repetia,
que no había para comprender el alma
humana como adentrarse en el espíritu de los trágicos griegos. No se cansaba de
aconsejarme que leyera a J.J. Rousseau y las confesiones de San Agustín, autores por los cuales tenía especial
predilección.
Jamás olvidaré cuando empezaba a leer la poesía
didáctica de Virgilio o de su maestro
Lucrecio, había en su voz el acento de quién murmura una oración.
Transmitía la sensación de estar
reviviendo 1000 años de historia, decantados en el conocimiento de su propia
vida. En ese momento igual pudo llamarsele apostol, filósofo o poeta.
Cuándo leía las georgicas de Virgilio
"feliz quién haya podido conocer las razones de las cosas, quien haya
deshojado a sus pies todos los temores, la creencia en un destino inexorable y
el tumulto todo que envuelve el avaro aqueronte", " pero feliz
también el que conoce a los dioses campestres, a Pan, el viejo Silvano y las
ninfas hermanas", Habia tal fuerza dramática en sus palabras, y como profundo conocedor de la Venezuela de
ese momento, actualizaba de tal manera el
poema, que era imposible sustraerse de pensar en una tierra sin caminos,
sin salud, sembrada de ranchos, con una
educación incipiente y dónde estaba todo por hacer. Allí sentí por primera vez
la angustia por el destino de la patria; y por que no confesarlo, por mí mismo,
que empezaba a abrir los ojos del entendimiento en el afán de entender, qué
había sido para otros y que sería para mí, esa experiencia intransferible que
es vivir.
José Francisco Torrealba fue un amante de esta
tierra como muy pocos han podido sentirla. Conocía el sufrimiento y el drama
del hombre rural venezolano, que hablaba del campesino con admiración casi reverente. Sin embargo,
su amor por el país escogió el camino de lo que algunos con insolente jocosidad
han llamado "trasnochador de chipos". Pero qué lejos están de
comprender aquel hombre, los que solo vieron en el un caprichoso cazador de
mariposas del Chagas. Distantes están también los que lo juzgaron por la medida
de sus "excentricidades".
Cuando le conocí apenas llegaba a los 14 años.
Era una mente que solo contaba en su
haber, la inquietud por conocer a que nos condena el haber llegado a la
adolescencia; no podía ser un desplante
que aquel hombre gastara parte de su tiempo hablándole a un púber, a la usanza
de los maestros griegos. Era sencillamente que se trataba de un espíritu diferente. Era uno de esos casos originales
que todos los días se despertaba preñado de
ideas, dónde la vida fluia con nuevas inquietudes y con renovados bríos,
para arrancarle secretos a la
naturaleza. No podía subordinarse a la rutina y no había nacido para las convenciones sociales.
En el fondo era sensible y siempre dispuesto a
dar, pero consciente de lo que de él
hicieron su inteligencia privilegiada y su esfuerzo, no consintió que se le midiera con una moral
ajena a la que encadenó su vida. Aquí cabe
recordar aquel pensamiento de J.J. Rousseau, con el cual ya he dicho que
se sentía muy identificado, " la
libertad es la obediencia a la ley que uno mismo se ha trazado".
Jose Francisco Torrealba era un hombre libre; y
la libertad asusta a los pusilánimes, y hace
temblar la incompetencia de los engreídos por la soberbia y la fortuna.
Cuando confesó " nunca me encontrarán
tomando aguardiente, ni jugando gallos, ni en unos toros coleados", estaba
diciendo simplemente que pertenecía a ese pequeño grupo de escogidos, cuyo amor por la ciencia y pasión
por el conocimiento, estaban por sobre los
requerimientos de "placer" del hombre común.
En una de las últimas veces que lo visite, dijo
que en una de las muchas maletas que le sirven como archivo, están los datos
completos para quien quiera escribir su biografía; no fui capaz de entenderlo
como una invitación que me habría
honrado. Entiendo perfectamente la responsabilidad que significa presentar a un
hombre, de tales características ante los ojos de la historia, estoy plenamente
convencido que en la vida de este científico
singular, se define todo un estilo de vivir y de entender la vida; por
lo tanto, me apresuro a confesar que no
he intentado hacer una semblanza del sabio, visto con otros ojos, que no los
del cariño, admiración y agradecimiento, solo me atrevería a decir que con el
doctor Torrealba se ha ido un personaje famoso, consagrado por la ciencia y la
anécdota. Para todo el que se le acerco tuvo una faz a conocer, tenía el don de
la versatilidad y la agudeza intuitiva de los
hombres excepcionales. Provisto de una inteligencia superior siempre fue
abierto al diálogo, aunque no puede decirse que fue siempre tolerante. A sus
agudas observaciones y a sus
particularidades temperamentales deben la paternidad muchas de sus
anécdotas, que para algunos pueden
resultar irreverentes, pero nunca carentes de ingenio y autenticidad.
Mis deudas para con el son muchas: me enseñó a
aborrecer la injusticia con la misma fuerza que a respetar la vida, a
comprender al que se envilece sin perdonar al que lo prostituye, a no reconocer
otra aristocracia que la del talento, a querer a la patria sin el afán de poder
que nos conduce a lacayos o verdugos, a
respetar el dogma pero preferir la verdad, me estimulo y me honro con su
afecto; pero por sobre todas las cosas, creyó en mí y me ayudó a que yo también lo hiciera.